Los “Cirineos” de Jamilena


Os deseo de corazón una Feliz Pascua de Resurrección.

Se ha terminado la Semana Santa y ahora toca hacer balance. En líneas generales se puede decir que Jamilena ha vivido una Semana Santa muy hermosa y llena de emociones. Por eso hay que agradecer su colaboración a todas las personas que la han hecho posible tanto dentro del templo parroquial como fuera. ¡Gracias de corazón!


Dentro han sido muchas las personas que han estado: limpiando, montando el monumento, organizando los pasos procesionales o adornando el altar. Sobre todo, muchos fieles han participado en la liturgia de estos días: ministros extraordinarios de la comunión, lectores, coro parroquial de la Virgen de los Dolores, acólitos, personas con ofrendas… La lista nominal de las personas que han ayudado a prepararlo todo y que han intervenido haciendo alguna cosa sería muy larga. Además, a toda esa gente hay que añadir la que ha participado en las procesiones de nuestro pueblo: juntas de gobierno de Cofradías, Hermandades y Grupos Parroquiales, capataces, costaleros, anderos, autoridades locales, músicos, personas engalanando sus balcones y ventanas para el paso de las imágenes…; una lista larga, muy larga. Porque la Semana Santa necesita de muchas personas, y así lo hemos vivido de modo especial este año.

Muchos momentos de estos días me han impresionado. Pero me quedaría con dos que presencié el Viernes Santo por la tarde y a ellos quiero dedicar esta mirada.

En Jamilena, como en muchos lugares de profunda tradición religiosa que vive la Semana Santa con procesiones, la tarde del Viernes Santo toca sacar en procesión el Santo Entierro. Y también, como en la mayoría de los lugares, es la procesión oficial porque a ella acuden todas las autoridades del pueblo. Es un momento en el que se aparcan las diferencias, pues hay celebraciones y acontecimientos en los que se tiene que mirar más allá, y el Viernes Santo ese más allá, capaz de superar todo eso, es acompañar la procesión que recuerda el momento de la muerte de Jesucristo.

En Jamilena, un poco después de la celebración de los oficios, en la oscuridad del templo tiene lugar el traslado de Cristo yacente desde la capilla del Santísimo a la urna de cristal que se encuentra al final de la iglesia, sobre las andas que procesiona. Todo es silencio y recogimiento. Abren el cortejo dos anderos con dos fanales. Después le siguen seis hombres portando con suma delicadeza la imagen de Jesús muerto. Todo el mundo acompaña con su mirada el paso lento del traslado. No es el momento ni de pensar nada ni de hacer nada: solo contemplar; mirar que Jesús ha muerto y conoce el frío del sepulcro. En otras palabras, nuestros ojos contemplan un rito que evoca el acontecimiento que los cristianos celebramos este día: cómo el Hijo de Dios atraviesa la misma puerta por la que nosotros un día tendremos que pasar.

Cuando se llega a la altura de donde se encuentra la urna de cristal, otros anderos subidos a las andas cogen con más delicadeza aún la imagen del Cristo yacente y lo colocan dentro de ella, con sumo cuidado. En ese momento es imposible no pensar en José de Arimatea e imaginar cómo trataría el cuerpo sin vida de Jesús.

Después toca sacar la procesión. Entonces surge el problema de los últimos años: faltan anderos. Apenas han acudido a la cita la mitad de la cuadrilla necesaria para poder salir. En un paso pesadísimo, solo hay unos cuantos anderos con túnicas negras y camisa blanca. Los dos varales centrales están completamente vacíos, y los laterales con muchos huecos. No obstante, los que hay dan un paso adelante y deciden que pueden hacerlo. Pero la buena voluntad pronto se topa con la realidad. Nada más que salir por la puerta, el rostro y las expresiones de esos valientes anderos reflejan que no pueden.

En ese momento empiezan a meterse hombres debajo de las andas. No podían dejar a aquellos anderos sufrir debajo de trono, y arrimaron el hombro. ¡Vaya si lo arrimaron! No llevaban túnica, y algunos ni siquiera iban vestidos para la ocasión, pero tampoco hacía falta. Lo que se necesitaba eran hombros y ganas de soportar el peso de aquellas andas para que pudiera la procesión hacer su recorrido.

Estos hombres salieron de entre la multitud, cual “cirineos”, dispuestos a echar una mano, como también pasó el Domingo de Ramos. No les pesó dejar a sus mujeres, a sus hijos y a sus amigos, abandonar los planes que tenían durante dos horas y arrimar el hombro, expresando así su fe en Cristo Jesús y el cariño que tienen a las tradiciones religiosas de su pueblo. Ellos entendieron que no se puede solo ser espectadores y ver cómo otros se encargan de hacer las cosas para que todos las disfruten. Nuestras procesiones, como tantas otras actividades de nuestros pueblos y ciudades, necesitan la colaboración de todos, necesitan hombros. Porque las cosas no se hacen solas. Y si se quiere mantener nuestra hermosa Semana Santa necesitamos tomar conciencia e implicarnos.


Esa fue la primera imagen de ese día, pero no la única. Durante la procesión hubo otra que me impacto aún más, y que tuvo como protagonistas a dos adolescentes. Uno era José Manuel, mi monaguillo, y que se encuentra lidiando en una cruel enfermedad; y el otro era Pedro, un muchacho quizás un poco mayor que él, y que este año ha sacado varias imágenes de Semana Santa por primera vez. Los dos, junto con un grupo de amigos, acompañaron toda la procesión del Santo Entierro. Y fue a lo largo del recorrido donde pude contemplar una estampa llena de ternura y compasión: José Manuel, debilitado por la quimioterapia y con dificultades para andar, en ningún momento quitó la mano del hombro izquierdo de Pedro. A él no le pesó arrimar su hombro para sacar los tronos que hicieran falta y tampoco le peso servir de apoyo a su amigo. Este muchacho, sin duda alguna, se convirtió también esa tarde en “otro cirineo”; y esta vez en el “cirineo” de un “Cristo vivo”. 

Aquella procesión de Cristo yacente terminó el Viernes Santo, pero las procesiones de "Cristo vivo" continúan todo el año y, a veces, toda la vida.

Tarde de Viernes Santo, tarde de “cirineos” en Jamilena. En definitiva, una tarde para aprender.

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