Lágrimas en Navidad
Esta mirada se la he dedicado a mi querido padre, después de pasar por una larga agonía y partir de este mundo. D.E.P.
Lágrimas en Navidad
La memoria, como eco del corazón, nos une para siempre a personas, lugares, fechas y momentos que han formado parte de nuestra vida, dejando una huella imborrable. En mayor o menor medida, ellos aparecen en muchas o en algunas páginas de nuestra historia, dejando su impronta en nuestro ser, y nos acompañan en lo que somos. Porque, en definitiva, cada uno de nosotros nos encontramos marcados por las personas y las circunstancias que hemos tenido que afrontar a lo largo de la vida.
En mi memoria y en mi corazón quedará para siempre grabada
la Navidad del 2021. En mi familia, como en la mayoría de las familias durante
estos días entrañables, la vivimos en nuestro hogar, con los seres familiares y
amigos, entre comidas, regalos y algún que otro villancico. Pero este año nos
ha tocado vivir una Navidad muy especial, acompañando a mi padre en la recta
final de su peregrinación por este mundo. Ha sido una Navidad de «noches blancas de hospital», de las que hablaba José
Luis Perales.
Este último mes no ha sido fácil para mi familia, pero sobre
todo para mi padre, que, como si de Hércules contra Tánatos se tratara, ha
librado su última batalla sin éxito. Mi madre, mi hermano y yo hemos estado día
y noche con él en el hospital: primero, en la habitación 539 del Ciudad de
Jaén; y después, en la habitación 253 del Puerta de Andalucía. Allí ha sido
atendido de forma extraordinaria y encomiable por un equipo sanitario que sabía
no solo administrar los fármacos necesarios para paliar su dolor corporal, sino
también el grado de humanidad, cercanía y ternura que en esos momentos críticos
se necesitan casi tanto o más que cualquier posible medicina. Para ellos, por
su trabajo y cuidada delicadeza, solo puedo tener palabras de agradecimiento.
Lo mismo que para el cuerpo de capellanes de sendos hospitales. Los sacerdotes encargados de atender los centros sanitarios han estado siempre junto a nosotros, especialmente D. Emilio Samaniego, que fue el encargado de administrar el sacramento de la Santa Unción a mi padre. Y nosotros, como cualquier enfermo o familiar acompañante, hemos podido experimentar que son hombres de presencia callada, oración profunda y misericordia entrañable. Su labor parece irrelevante e imperceptible, pero, en realidad, es capital, porque son momentos donde la vulnerabilidad más se pone de manifiesto y se necesita el bálsamo de la fe y el consuelo de la esperanza.
José Sánchez Blesa no le sonará a casi nadie fuera de
Alcaudete. Él no ha descubierto nada ni ha conseguido logros relevantes que le
hayan permitido aparecer en libros, periódicos o portales de internet. Al
contrario, se trataba de una persona anónima, de los cientos de millones que
hay en el mundo totalmente desconocidas fuera de su ámbito familiar, social y
laboral. Era un hombre más, de los incontables que hacen historia desde una
vida oculta, sencilla y modesta. Pero ese hombre de «segunda línea»
era mi querido padre, y ha partido de este mundo dentro de la Octava de
Navidad, cuando conmemoramos que la Luz brilla en las tinieblas (cf. Juan 1,5).
Mi padre era el segundo de los tres hijos del matrimonio
formado por mis abuelos Eduardo y Trinidad. Nació el 31 de enero de 1944, se
casó con mi madre Mª del Carmen el día de la Asunción de 1973, y ambos nos
tuvieron a mi hermano y a mí. Siempre ha residido en Alcaudete y su vida diaria
ha transcurrido entre su casa y su tienda de muebles y electrodomésticos. Un
hombre de su tiempo, metódico e incapaz de expresar abiertamente sus
sentimientos. Se levantaba, comía y se acostaba siempre a la misma hora. Era
generoso y muy hospitalario. Cuando alguien llegaba a mi casa, todo le parecía
poco para agasajarlo. No le gustaba viajar y huía de eventos extraordinarios
que alteraran su rutina.
La verdad es que mi padre ha llevado una vida bastante
anodina, hasta que le llegó el momento de afrontar la agonía y el trance de la
muerte. En eso él sí ha sobresalido y nos dado un verdadero ejemplo. Su manera
de afrontar el dolor siempre ha sido envidiable, pero de modo particular al
final: ni una queja, incluso cuando debía sufrir lo indecible antes de
aplicarle medidas paliativas. Es más, estoy convencido de que tanto sufrimiento
hasta morirse le ha servido para purificarse de sus pecados y, por eso, nos
hemos despido de él con la confianza de saber que ha sido contado entre los
jornaleros de la última hora, merecedor del premio eterno que brota de las
entrañas misericordiosas del Dueño de la Viña.
En la muerte de mi padre he palpado otra cara de la cruz que
conocía de oídas y que ni podía llegar a imaginar: el sufrimiento de la agonía.
Han sido muchas las noches de hospital que hemos pasado solos mi padre y yo.
Pero la madrugada que nunca olvidaré será la del 28 de diciembre, cuando la
respiración se le entrecortaba, a veces se retorcía entre las sábanas y sus
ojos, cerrados durante muchos días, se abrieron para mirar hacia ninguna parte.
¡Esa noche fue terrible!
La partida de mi padre me ha hecho comprender que las peores
heridas y lágrimas no son las de la muerte, sino las de la agonía. Porque la
muerte, cuando aparece de forma repentina, te deja la herida del vacío y las
lágrimas son expresión del cariño que llora la ausencia de la persona querida
que parte de este mundo. La agonía, en cambio, te deja la profunda herida del
sufrimiento y cada lágrima se convierte en una súplica desesperada a Dios por
el descanso y la paz de esa persona que se resiste a partir. Presencia callada
y lágrimas orantes: era lo único que ya podíamos hacer por él.
Hoy el nombre de mi padre sí aparece en un periódico. Pero para
mí lo verdaderamente importante es que su nombre se encuentra en el libro de la
Vida y que un día nos volveremos a encontrar en el abrazo eterno de Dios.
Gracias por todo, papá. Y ahora descansa en paz, que lo tienes
bien merecido, junto a todos los «josés» de este mundo que hacen
historia desde la «segunda
línea».
Publicado por el Diario Jaén el día 31 de diciembre de 2021.