Los hombres que no se jubilan
Esta mirada surge después de un largo periodo de ausencia en este rincón, y después de haber vivido muchos cambios importantes en mi vida, sobre los que me hubiera gustado también haber plasmado mi mirada. Os dejo un artículo que nace a propósito de los últimos nombramientos de sacerdotes realizados en la diócesis de Jaén.
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Como cada año por estas fechas, en la recta final de una frenética actividad de curso y cuando muchos han empezado ya a disfrutar de las ansiadas y merecidas vacaciones veraniegas, el obispo de Jaén ha hecho público los nombramientos de sacerdotes que son trasladados de unas parroquias a otras por diversos motivos y de los sacerdotes que dejan sus parroquias o algún encargo pastoral particular por razones de edad o salud. Nada anómalo ni extraordinario en la diócesis de Jaén a finales de junio, donde el sucesor de San Eufrasio en la sede episcopal tiene la responsabilidad de responder a las necesidades de atención pastoral que requieren las 201 parroquias con las que cuenta nuestra Iglesia local. Sin embargo, en esta ocasión los nombramientos han provocado más revuelo e inquietud que en años anteriores, en algunas comunidades cristianas, porque no sólo han supuesto un cambio de párroco, sino también los primeros pasos hacia un nuevo modelo de ser y de hacer Iglesia, que conlleva un cambio de mentalidad, de planteamientos y de estructuras. Y ya sabemos por la historia que, cuando se trata de cambios en el seno de la Iglesia, normalmente, se necesita tiempo y un proceso de adaptación, más o menos largo, tanto por parte de los sacerdotes como del pueblo fiel.
En primer lugar, en efecto, un vistazo a la larga lista de nombramientos efectuados nos permite descubrir que algo ha pasado o está pasando en la diócesis de Jaén. Nuestra Iglesia local, respondiendo a la llamada del papa Francisco a una conversión pastoral, se está adentrando en el nuevo modelo eclesial que el Sucesor de Pedro está proponiendo a la Iglesia Universal. Ya comenzó durante el episcopado de D. Amadeo Rodríguez Magro, quedando reflejado en el lema que inspiró el plan pastoral que desarrolló durante sus años en la sede giennense: «Con el sueño misionero de llegar a todos»; y que ahora ha continuado don Sebastián Chico Martínez, titulando su primer proyecto pastoral: «Algo nuevo está brotando, ¿no lo notáis?».
La conversión pastoral conlleva un verdadero cambio de mentalidad, de estructuras, de responsabilidad y de métodos, para que la Iglesia continue su misión de evangelizar en un contexto de secularización y con fuertes destellos de laicismo como los que estamos viviendo; en una sociedad que el filósofo coreano, afincado en Alemania, Byung-Chul Han, considera «cansada» (La sociedad del cansancio, 2014) y un verdadero «enjambre» (En el enjambre, 2019). Aquí la Iglesia, desde su debilidad, se siente interpelada a continuar su tarea y ser una institución que tiene mucho que decir al hombre de hoy y a esta sociedad posmoderna y tecnológica en la que nos encontramos. Nuestra historia ha estado profundamente marcada por el pensamiento cristiano, y somos herederos de un rico patrimonio espiritual, intelectual, histórico y artístico, que debemos saber comunicar a las próximas generaciones.
Por otra parte, hemos de ser conscientes de
una realidad que, aunque es conocida y parece obvia para todos, no se termina
de asumir: la falta de sacerdotes para mantener la atención pastoral de las
parroquias tal y como la conocemos actualmente. Lo más normal en nuestra
diócesis, hasta ahora, ha sido que un sacerdote atendiese una parroquia,
excepto cuando se ha tratado de núcleos pequeños, entonces un mismo sacerdote
se ha encargado de varias parroquias o poblaciones. En la mayoría de los casos,
el algoritmo pastoral era: un cura, una parroquia. Eso ha venido siendo así porque
el número de sacerdotes ha sido suficiente para cubrir todas las parroquias de la
diócesis. Pero esa realidad, paulatinamente, ha ido cambiando, debido a: la
inevitable mortalidad, algunos problemas graves de salud, la edad avanzada y el
descenso creciente del número de vocaciones de los últimos años. Porque,
obviamente, la Iglesia de Jaén también sufre las consecuencias de la sociedad
secularizada en la que se encuentra y, una de sus consecuencias, es la merma del
número de candidatos al sacerdocio.
Este año llama la atención el número de
párrocos que han pasado a la condición de «eméritos». Porque ser sacerdote es una vocación y un don que el Señor regala para
siempre, con sello de eternidad. Por eso, en realidad, un clérigo nunca se
jubila en el sentido de dejar de ejercer su oficio, sino que cesa de tener una
responsabilidad directa en el desempeño de su ministerio. En efecto, es verdad
que, a los 65 años, como cualquier ciudadano en España, un eclesiástico se
jubila a efectos civiles, pero no deja de ejercer su ministerio sacerdotal.
Porque participa del sacerdocio de Cristo, y lo hace eternamente. Así está
previsto en el Código de Derecho Canónico, situando el límite de edad en los 75
años para presentar la renuncia, y que el obispo debe aceptar cuando lo estima
oportuno. De ahí que los presbíteros de Jaén que este año dejan sus parroquias u
otro ministerio por motivos de edad y otros achaques, seguirán prestando un
servicio en algún sitio, en la medida de sus posibilidades, pero no será con la
responsabilidad que supone acompañar y presidir a una comunidad cristiana o
estar al frente de algún encargo pastoral, como son las capellanías de la
cárcel o el hospital.
Han sido doce los sacerdotes de Jaén que han pasado a la condición de «eméritos». La mayoría de
ellos o cumple las bodas de oro este año, si es que no las han celebrado. Otros
no pueden seguir por sus limitaciones y enfermedad. Pero cada uno de ellos ha
escrito (y seguirá escribiendo hasta el final de sus días) en el libro de la
historia de esta diócesis y de las vidas de aquellos que han tenido y tendrán cerca.
Porque han sido fieles trabajadores de la viña del Señor y siempre frágiles
vasijas de barro portadoras del gran tesoro de la vocación sacerdotal. Son
hombres que, desde su debilidad y pobreza, han vivido para servir en pueblos y
ciudades de la provincia de Jaén y se han gastado sembrado la semilla de la
Palabra que da vida, inculcando la esperanza de trabajar por conseguir un mundo
mejor, donde reine el bien, la justicia y la paz, y enseñando a vivir desde la
categoría del amor, donde los últimos, los más desfavorecidos, deben ser los
primeros.
No han perdido el tiempo y no han caído en el error que
criticaba Séneca: «¡Qué tarde es empezar a vivir cuando hay que terminar! ¡Qué
estúpido olvido de la mortalidad es diferir hasta los cincuenta o sesenta años
los buenos propósitos y querer iniciar la vida allá donde pocos llegaron!» (Sobre
la brevedad de la vida, el ocio y la felicidad). Ellos han vivido siempre con buenos
propósitos y ahora comienzan otra etapa del camino de la vida: la del atardecer,
en la que cada vez se vislumbra con más nitidez el manantial de donde brota la
Luz que ilumina todas las oscuridades. Para un sacerdote y cualquier cristiano,
el ocaso de la vida no es una tragedia, un fantasma o una quimera, como le
gustaba llamar al padre de la sospecha, Ludwig Feuerbach, a la muerte. En
realidad, esta etapa de la vida se les presenta como el preludio de una gran
noticia. Porque, para un creyente, se ve más cerca la recompensa del premio
merecido a la carrera de la vida; la llegada a la verdadera y definitiva
morada; y el incomparable gozo del paraíso siempre soñado y esperado.