Palabras de la toma de posesión en Jamilena

Pasados unos días de mi toma de posesión como párroco de Jamilena y un poco abrumado todavía por tanto cariño recibido de mis nuevos feligreses, antiguos feligreses, paisanos, familia y amigos, os dejo las primeras palabras que dirigí a mi nueva comunidad cristiana.


Mis queridos hermanos sacerdotes; queridísima familia, recientemente bendecida con el nacimiento de Simón; queridos compañeros de fatigas académicas del Colegio de Madrid; mis siempre recordados y queridos feligreses de Santa Ana y de la Parroquia de la Inmaculada de Mengíbar, que hoy de nuevo expresáis con vuestra presencia el inmerecido cariño que me habéis mostrado mientras he sido vuestro párroco; mis estimados paisanos de Alcaudete; mis fieles amigos que, una vez más, me acompañáis en un momento importante de mi vida. Pero sobre todo hoy, mis queridos ya feligreses y miembros de esta comunidad cristiana de Jamilena que camina bajo la protección de la Natividad de la Virgen María y la profunda devoción a Nuestro Padre Jesús Nazareno.

Si en este momento alguien me preguntase que resumiera en una palabra cuál es el sentimiento que llena mi corazón, no me cabe la menor duda de que respondería de forma inmediata que «la alegría».
Como no puede ser de otro modo para alguien que un día recibió la vocación sacerdotal, mi corazón rebosa de alegría al hacerme cargo de esta parroquia, y poder aquí llevar a cabo aquello que dijo Pablo VI y recordó el papa Francisco en su exhortación apostólica: «la dulce y confortadora alegría de Evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas» (EG 10).

Alegría porque regreso a la diócesis de Jaén después de tres años dedicado en cuerpo y alma a los libros, tratando de profundizar en el misterio de la humanidad de nuestro Señor Jesucristo.

Alegría porque con este nombramiento vuelvo a escuchar aquellas palabras que Jesús dijo a Pedro en la orilla del Tiberíades: «rema mar adentro»; y, como el Pescador de Galilea, yo puedo repetir aquello que dije el día de mi ordenación sacerdotal: «en tu nombre, Señor, echaré las redes».

Alegría porque vengo a formar parte del equipo sacerdotal del arciprestazgo de Martos-Torredonjimeno donde, además de compañeros, sé que me encuentro con buenos amigos, con los que será fácil poder trabajar por el Evangelio desde un espíritu de comunión y fraternidad.

Alegría porque retomo la vida parroquial y voy a poder ejercer la caridad pastoral de una manera concreta, desde un contacto directo con todos los que formáis esta comunidad, pero, sobre todo, con ancianos y enfermos, con niños y jóvenes. Hacia estos dos ámbitos pastorales siento una inclinación especial.

Alegría, en definitiva, de saber que el amor de Dios conduce mi vida y no deja de sorprenderme, llevándome por caminos insospechados que él había pensado para mí desde siempre. Y yo sólo puedo decirle aquellas palabras del salmista: «Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad» (Sal 39).

Hoy se abre otro capítulo de la crónica de esta parroquia con más de cuatro siglos de historia, desde que el emperador Carlos V decidiese su construcción en el siglo XVI. Evidentemente, con mi llegada comienza una nueva etapa, pero no la historia de esta comunidad cristiana en la que la gracia de Dios ha estado actuando y lo seguirá haciendo con, a través de y (a veces) a pesar de los párrocos que han estado y estarán al frente de ella. Porque, no lo olvidemos nunca, el verdadero y único sacerdote de la Iglesia y de cada comunidad cristiana es el Señor. Él es el Buen Pastor que cuida de las ovejas; el único al que debemos llamar Maestro; el único Camino, Verdad y Vida. En este sentido, siempre podemos hacer nuestra aquella oración de San Pedro Crisólogo antes de morir: «Envía, Señor, a este pueblo un verdadero pastor, que congregue y no disperse al rebaño, congregándolo en el templo de su Iglesia […] Concede al pueblo un pastor bueno y manso, Tú, que eres el buen pastor». (PL 52, 19-20).

Yo soy consciente de mi realidad. Soy débil, frágil y pecador; en definitiva, y dicho en palabras de San Pablo: «una vasija de barro». Pero lo que traigo conmigo es un «tesoro», «el gran tesoro» de la parábola, la «perla escondida» del Evangelio, por el que merece la pena venderlo todo. En este sentido, envuelto en fragilidad, vengo a ofreceros lo que tengo y da sentido a mi vida: Cristo.

Mi gran proyecto pastoral al frente de esta comunidad no es otro que aquel que confió Jesucristo a sus discípulos, y que continúa siendo la razón de ser de la Iglesia: «Id y anunciad el Evangelio». Debemos trabajar juntos para que la semilla de la Buena Noticia vaya extendiéndose y creciendo cada vez entre los jamilenuos. Evidentemente, ello nos exige construir una comunidad parroquial a la altura de lo que se necesita en este difícil momento que vivimos, en el que vemos cómo nos precipitamos hacia un cambio de época, donde nada va a ser lo que es actualmente. Nos corresponde estar muy atentos a los signos de los tiempos, para descubrir qué es lo que el Señor nos pide y estar dispuestos a responder a sus exigencias. Tengo la impresión de que en el horizonte se vislumbra la necesidad de romper con el lastre de antiguas «tradiciones vacías» que no dicen nada al hombre de hoy y estar dispuestos a acoger nuevas iniciativas, nuevos aires y nuevos retos, que nos acerquen cada vez más a Dios y a nuestro mundo. Hemos de buscar la esencia del Evangelio, y construir desde ahí nuestra comunidad y nuestra vida personal.

Yo os invito a que busquemos juntos la voluntad de Dios. Y a que nos esforcémonos por cumplirla no de cualquier manera, sino tal y como la definió San Cipriano, cuya memoria celebramos hoy, en su comentario al Padre nuestro:

«La voluntad de Dios es la que hizo y enseñó Cristo: humildad en el comportamiento, constancia en la fe, sencillez en las palabras, justicia en las acciones, misericordia en las obras, disciplina en las costumbres, no saber lo que es infligir una injuria y ser capaz de tolerar las infligidas, mantener la paz con los hermanos, amar a Dios de todo corazón, amarlo como Padre, temerlo como Dios, no anteponer nada a Cristo, ya que Él no antepuso nada a nosotros, unirse inseparablemente a su amor, adherirse fuerte y confiadamente a su cruz» (El Padrenuestro, 15).

Todos los comienzos son complicados y difíciles. Y éste no podía ser menos. Durante un tiempo voy a tener que compaginar, por mandato del obispo, la parroquia y la finalización de la tesis doctoral en Madrid. Así que la mitad de la semana la pasaré allí (de lunes a jueves a mediodía) y la otra mitad aquí (de jueves por la tarde a domingo). Dos tareas y dos lugares muy alejados, lo que significa que voy a necesitar vuestra ayuda (queridos compañeros y queridos feligreses), mucha comprensión, una buena dosis de misericordia y una ingente cantidad de oraciones para que el Señor me sostenga en este trasiego de idas y vueltas, y me ilumine tanto en mis estudios como en mis decisiones al frente de la parroquia.

Termino. En este año que se celebra el 400 aniversario de la publicación del Quijote quiero recordar un texto en el que dice el Caballero andante de la Triste figura: “Entre los pecados mayores que los hombres comenten, aunque algunos dicen que es la soberbia, yo digo que es el desagradecimiento, ateniéndome a lo que suele decirse: que de los desagradecidos está lleno el infierno” (El Quijote II, 58). Pues bien, como no quiero cometer el pecado mayor que se puede cometer y, sobre todo, no quisiera engrosar el número de los que llenan el infierno por ello, me gustaría terminar agradeciendo de corazón a cada uno de vosotros el que esta tardes hayáis querido estar aquí, celebrando esta eucaristía, y también a todos aquellos que, queriendo estar, no han podido venir por diferentes razones y siento muy cercanos en la distancia.

Gracias de corazón a todos. Que Nuestro Padre Jesús os bendiga a vosotros y a vuestras familias, y que la Virgen María, abogada e intercesora nuestra, nos ayude a hacer de nuestra vida una total entrega a Dios, como la suya. 


Jamilena, 16 de septiembre de 2015

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