El Coronavirus I: un camino cuaresmal
Hace mucho tiempo que no he escrito una mirada, y eso que he vivido cosas importantes. Pero hoy no puedo dejar de mirar lo que estoy y estamos viviendo: la pandemia del COVID-19.
Desde ayer, como casi todos los españoles con sentido de la responsabilidad, me encuentro encerrado en mi casa, siguiendo las recomendaciones sanitarias, para intentar detener la propagación del Coronavirus. Toda la sociedad española tenemos por delante el reto de frenar esta pandemia sin precedentes, que está mostrando una capacidad inaudita de propagación. Se nos pide, en principio, que durante dos semanas permanezcamos en nuestras casas con el fin de poner freno al contagio de este virus que tiene una incidencia especial en los mayores y personas con patologías previas.
No va a ser fácil, pero no nos queda más remedio. Sin duda alguna, se trata de una tragedia para las personas que mueran por culpa del virus y también para nuestro país, como iremos descubriendo a lo largo de los próximos meses. Porque la epidemia no solo supone un ataque a la salud de todos nosotros, va a afectar de manera considerable a nuestra economía: la de muchas familias, la mayoría de las empresas y de toda España. Las consecuencias negativas serán inevitables.
Ahora bien, también los momentos de crisis nos permiten descubrir otras cosas que, si no fuera por ellas, quizás pasarían desapercibidas para nosotros. En este sentido, la pandemia del Coronavirus nos ofrece un camino cuaresmal diferente a otros años, pero no por eso menos provechoso y rico espiritualmente, aunque se suspendan los cultos en nuestros templos o no salgan nuestras procesiones a las calles.
En primer lugar, el COVID-19 nos ha recordado nuestra vulnerabilidad. Porque en un momento donde la ciencia, la técnica y la medicina nos han hecho pensar que somos invencibles, un microscópico virus ha puesto en jaque al mundo entero. Al inicio de la Cuaresma, se nos recordaba, durante la imposición de la ceniza, que somos polvo y al polvo hemos de volver. Es decir, con este sencillo gesto, el miércoles de ceniza se nos invitaba a caer en la cuenta de nuestra finitud y de la necesidad que tenemos de volver continuamente nuestra mirada a Dios, porque Él es quien sostiene nuestra vida. En este sentido, la epidemia ha venido a recordarnos que el "superhombre" de la sociedad actual no es mas que un "gigante con pies de barro" (ver Daniel 2,34) necesitado de Dios para poder dar sentido y esperanza a su existencia. Quizás estos días sean una oportunidad para descubrir no solo la vulnerabilidad de nuestro cuerpo, sino cuáles son aquellas otras debilidades que hacen tambalear nuestra vida. O dicho con otras palabras, puede ser una ocasión para hacer un buen examen de conciencia.
En segundo lugar, la llegada de este virus ha servido para detener nuestras frenéticas vidas. A todos nos falta siempre tiempo para hacer cosas. Es tal la vorágine en la que nos encontramos que muchas veces perdemos la perspectiva de qué es realmente lo importante. Por eso, ahora que muchos de nosotros estaremos en nuestras casas encerrados, vamos a tener que ayunar de hacer lo que queramos e ir a donde nos plazca, y vamos a tener tiempo para pensar y rezar. Podríamos afrontar estas dos semanas como una especie de retiro, en el que encontrarnos con nosotros mismos y con Dios. Van a ser muchos días y muchas horas. Dedicar alguna de ellas a leer la Palabra de Dios, a meditar algún pasaje de la Sagrada Escritura o simplemente a revisar nuestra vida, seguro que no nos vendría mal. Se trata de hacer un "kit-kat", una parada que nos permita resituarnos. Estoy convencido de que así descubriremos que quizás no merezca la pena vivir con tantas prisas, tanto estrés y tanto frenesí. En realidad hay tiempo para todo (ver Eclesiastés 3,1-8). Lo que necesitamos es ser conscientes de nuestra escala de valores y vivir en consecuencia, no malgastando nuestro tiempo en cosas innecesarias o irrelevantes.
En tercer lugar, los momentos de crisis nos hacen sacar lo mejor y lo peor de nosotros mismos, pero sobre todo nos ayudan a descubrir cómo somos y cuáles son nuestros verdaderos sentimientos. Lógicamente, la llegada de una epidemia, que no se sabe muy bien cómo atajar, suscita incertidumbre y miedo en todos nosotros. Pero no todas las personas lo afrontamos de la misma manera. Están los que tienen una actitud frívola, como si nada pasara, y afrontan la cuarentena de esta epidemia como unas vacaciones anticipadas; o están los que se sienten arrastrados por la histeria colectiva, llegando a tener comportamientos tan irracionales como hacer acopio de una cantidad ingente de comida, que seguramente les caduque y no se podrán comer, o arrasar con las existencias de papel higiénico de los supermercados. Están los profundamente egoístas, que solo piensan en ellos mismos, y los que, arriesgándose a contraer el virus, se preocupan de los enfermos y de los más vulnerables a la enfermedad. Aquí me gustaría destacar a esos sanitarios que no solo están dando pruebas de su gran profesionalidad y de que tienen una vocación fundamental para el bienestar de nuestra sociedad, sino sobre todo de su profunda humanidad. A ellos, nuestro más sincero reconocimiento y agradecimiento. Y también a todas esas personas que están haciendo lo posible por cuidar de los más vulnerables o están haciendo más llevadero el confinamiento en las casas. En esta Cuaresma, quedarnos en nuestra casa puede ser una de las más importantes obras de caridad que podemos hacer; otra es tratar de vivir y ayudar a vivir esta realidad con serenidad; y, por último, echar una mano a aquellos mayores que pueden encontrarse desamparados.
El ser humano está capacitado para adaptarse a cualquier circunstancia, pues esa es una de las claves de nuestra especie. Por eso, durante unas semanas adaptaremos nuestros hábitos y nuestra manera de vivir para evitar la contaminación del COVID-19, y después nos tocará adaptarnos a lo que se nos presente. Lo importante es saber descubrir el aspecto positivo de todo aquello que vivimos en cada momento. Porque todo en nuestra vida, por muy adverso que sea, tiene algo bueno. Es más, como cristianos sabemos que toda cruz, aunque sea muy pesada y dolorosa, es un camino de redención que nos abre la puerta a la vida gloriosa de Cristo Resucitado.