Descansa en paz, Pablo
En los últimos meses me ha sido imposible escribir nada, y no por falta de acontecimientos y momentos vividos sobre los que me hubiera gustado compartir una mirada, sino porque las múltiples tareas y la falta de tiempo me lo han impedido. Pero el martes, de repente, todo se detuvo ante mis ojos, me detuve en seco. En un instante se disiparon las prisas y se desvanecieron los agobios del mucho trabajo.
Fran Zuheros me llamaba un poco después de las ocho de la tarde para decirme que D. Pablo Luis Armero García no se había presentado para celebrar la eucaristía en su querida Parroquia de San Pedro. En ese momento mi corazón empezó a latir de manera diferente, porque estaba claro que algo grave había pasado. No quería pensar nada e intenté olvidar por todos los medios la noticia que acababa de escuchar y que me había atravesado el alma. Me negaba a aceptar lo que presagia este tipo de desapariciones repentinas. Sin embargo, desgraciadamente mi pensamiento se topó de bruces con la realidad solo media hora más tarde. En su sillón, durmiendo la siesta, Pablo emprendió la peregrinación definitiva para la que se ha estado preparando durante toda su vida.
Nos conocíamos desde
hace muchos años, porque fue mi formador en el Seminario Diocesano de Jaén. Yo
era un seminarista de tercer curso cuando cambiaron el equipo de formadores del
Seminario y llegó un sacerdote joven natural de Los Villares para ser
vicerrector. Era un hombre cercano, simpático y muy agradable. Por eso, fue
fácil sintonizar con él desde el primer momento y mantener desde entonces una
entrañable y buena amistad.
Después, con el paso del
tiempo, volvimos a reencontrarnos en el arciprestazgo de Arjona-Mengíbar.
Durante dos años coincidimos: él como párroco de Arjona y arcipreste, y yo como
párroco de la Inmaculada de Mengíbar. Tenía la facilidad de estar siempre cerca
en la distancia y disponible en la necesidad. Con él todo parecía más
sencillo.
En muchas ocasiones y
celebraciones hemos coincidido, y siempre nos alegrábamos de vernos. Por eso,
cuando el obispo nos dijo que íbamos a ser los dos párrocos de Torredonjimeno,
ambos nos alegramos enormemente de compartir vida y ministerio en el mismo
pueblo. La pena ha sido que el trayecto del camino que hemos recorrido juntos
ha sido demasiado corto.
Pablo se ha ido sin
avisar, sin despedirse, sin esperarlo. Se ha ido dejando el vacío de la
ausencia, del café pendiente, de la conversión a medias, de los proyectos en
ciernes y de muchas ilusiones frustradas. Los dos, en muchas ocasiones durante
estos meses, hemos hablado sobre la alegría de estar juntos en Torredonjimeno y
compartir el trabajo pastoral. Entre nosotros fluía la fraternidad de quien
comparte el ministerio sacerdotal y una buena amistad.
Su muerte no ha podido estar mejor enmarcada para entender quién era y cómo era Pablo. Se ha marchado en un año declarado por el papa Francisco como Año de San José, que era una de sus grandes devociones. Por eso, Pablo estaba orgulloso de la imagen del Santo Patriarca que acababa de regalar a su parroquia de Los Villares hacía unos meses, y tenía la medalla de San José de su cofradía en el cabecero de su cama. Esto explica, quizás, que él haya partido de este mundo como ha vivido: sin estridencias, con sencillez y dejando una profunda huella de bondad y de fe.
Además, ha muerto la
última semana de abril, que en Jaén es sinónimo de romería de la Virgen de la
Cabeza. Este año no pudo ir a celebrarlo al Cerro por culpa de la pandemia, pero
eso no impidió que fuera a visitarla el lunes para encender dos velas y pedirle
a la Morenita por su familia y su comunidad cristiana. Pablo le tenía un cariño
muy especial a la Patrona de la Diócesis de Jaén, como pudieron comprobar sus
feligreses durante ese fin de semana. Porque era un hombre de tradiciones y de
religiosidad popular, y eso le ha permitido sintonizar rápidamente con los
feligreses de los pueblos por los que ha pasado. Pablo tenía claro que era cura
de pueblo y que la evangelización pasaba por la cercanía, la amabilidad y una
gran dosis de buen humor.
Por último, y quizás lo
más significativo de todo, es que ha muerto durante la cuarta semana de Pascua,
cuando la Iglesia celebra a Jesucristo como Buen Pastor, y pide especialmente
por las vocaciones. En los cientos y miles de mensajes que han aparecido en las
redes sociales desde que se conoció la noticia de su fallecimiento, se pone de
manifiesto que él era un buen hijo, un buen hermano y buen amigo, pero sobre
todo que ha querido ser una buena imagen Cristo, Buen Pastor. Eso es lo que ha
intentado hacer desde que fue ordenado el día 19 de marzo de 1987, y lo ha
conseguido.
Blaise Pascal decía:
"No hay más que tres clases de personas: unas que sirven a Dios,
habiéndole encontrado; otras que trabajan en buscarle, sin haberlo encontrado;
otras que viven sin buscarle ni haberle encontrado. Los primeros son sensatos y
felices; los últimos, locos y desgraciados; los del medio, desgraciados y
sensatos" (Pensamientos, n. 257). Pablo ha pertenecido, sin duda
alguna, al primer grupo, porque se encontró con el Señor y lo ha servido en su
Iglesia de Jaén. Por eso, ahora puede recibir el premio reservado a los criados
fieles y solícitos de la parábola y, desde la morada eterna, pedirle al Buen
Pastor y a su Madre Bendita por todos nosotros, pero sobre todo por
Torredonjimeno y su parroquia, que le acogieron con los brazos abiertos en el
mes de septiembre y ha dejado huérfanos ocho meses después.
Gracias por tu vida,
Pablo, y ahora descansa en el abrazo del Padre eterno.