Mis dos meses en Alemania
Aquí, en el moderno aeropuerto de Düsseldorf, comienzo esta breve
reflexión sobre mi estancia en Dingden, un pequeño pueblo alemán situado en el
corazón de Westfalia. Allí se encuentra la Akademie
Klausenhof, donde he estado recibiendo un curso intensivo de alemán durante dos meses. Destaco especialmente el
adjetivo, porque han sido dos meses donde lo único que he podido hacer ha sido
estudiar alemán, en primer lugar, por la metodología, que no permitía “dormirse
en los laureles”; y, en segundo lugar, por la localización de la academia,
porque está situada en las afueras del pueblo y se necesitan recorrer al menos
unos dos kilómetros hasta llegar al tren. Un lugar apartado, pensado para
estudiar, donde he tenido algunas vivencias que quizás otros día comparta con
vosotros porque me han llamado la atención. Estoy pensando especialmente en dos
conversaciones que tuve con los españoles que llegaron a principios de agosto y
que me hicieron reflexionar sobre la situación y la educación en España. Pero hoy
no es ese el tema que quiero abordar en esta mirada, sino que me gustaría
compartir con vosotros algunas primeras impresiones, cuando apenas hace un par
de horas que he dejado el que ha sido mi hogar desde el día 7 de julio hasta
hoy.
Una rápida valoración de la experiencia de estos dos meses,
me lleva a reconocer cuatro cosas que han sido importantes durante este tiempo:
vivir la catolicidad de la Iglesia, valorar lo propio, aprovechar el tiempo y
agradecer el cariño de aquellas personas con las que he convivido y la cercanía
de todos aquellos que han estado cerca de mí, aunque geográficamente nos hayan
separado miles de kilómetros.
En primer lugar, he tenido la oportunidad de vivir con
personas de diferentes lugares del mundo: Corea del Sur, Polonia, Bosnia,
Libia, Siria, El Líbano, Rumanía, Bulgaria, Ucrania, Kenia, Congo, Nigeria y, sobre
todo, India. La mayoría eran sacerdotes, religiosos y religiosas que estaban
aprendiendo el idioma para trabajar en el país germano, o que, como yo,
necesitan el alemán para poder tener acceso a la bibliografía alemana. El caso
es que por una razón u otra, todos los días a las 7 de la mañana, en una capilla
que es, sin duda alguna, el corazón de la Academia, nos reuníamos para celebrar
la Eucaristía. Y aunque el idioma en el que celebrábamos era en alemán, los
cantos diariamente se entonaban en otras lenguas: inglés, francés, hindi,
malayalam..., dependía del grupo al que le tocaba prepararlo. Os puedo decir
que es hermoso poder sentir la catolicidad de la Iglesia, aunque en ocasiones
uno no entienda lo que se está diciendo. Allí, en aquella capilla, estaba
representada la Iglesia de Dios en su universalidad, y he podido descubrir, por
ejemplo, las diferentes sensibilidades hacia lo sagrado de cristianos de otros
ritos (greco-católico y siro-malabar) y el arraigo espiritual de las personas
del segundo país más habitado del planeta, la India.
En segundo lugar, es precisamente el estar fuera de tu país y vivir en otra cultura, con otra concepción diferente de la vida y tratando de aprender otra lengua, cuando uno valora particularmente lo que se tiene, sin que esto pueda ser entendido como un alarde chovinista. Y en este caso me refiero concretamente a nuestro idioma, la tercera lengua más hablada del mundo, después del chino y el inglés. No abordo la cuestión de la comida, porque evidentemente la cocina mediterránea no tiene parangón. Simplemente, refiriéndome a la lengua de Cervantes, sólo puedo decir que nosotros tenemos la posibilidad de leer en su lengua original, sin necesidad de traducción, a autores que forman parte de la literatura universal, como son los autores del Siglo de Oro Español. ¡Qué importante es reconocer lo propio, y en este caso a nuestros más prominentes escritores, muchos de ellos místicos! Es verdad que nosotros no podemos presumir de escritores como William Shakespeare, pensadores como Blaise Pascal o filósofos como G. Freiedrich Hegel, pero podemos hacerlo de literatos como Miguel de Cervantes, místicos como San Juan de la Cruz, o grandes ensayistas como J. Ortega y Gasset o Xavier Zubiri.
En tercer lugar, he vivido la experiencia de aprovechar el
tiempo al máximo, porque no había lugar para la ociosidad. Y es precisamente, a
raíz de cumplir mis 40 años allí, lo que me permitió valorar la necesidad de no
malgastar el tiempo en aquello que no merece la pena. El tiempo “vuela” y
nosotros con él. Por eso, y porque hay muchas cosas hermosas que aprender,
personas que conocer y lugares que visitar, no podemos permitirnos malgastar
nuestra vida en nimiedades, preocuparnos de lo intrascendente o con personas
que no nos ayudan a crecer humana y espiritualmente. En este sentido, recuerdo
un texto de Santa Teresa en el que decía: “vi la gran merced que hace Dios a
quien pone en compañía de buenos”. Y es que la Santa de Ávila experimentó algo
que todos experimentamos muchas veces: la maldad y la bondad se contagian. Por
eso mejor contagiarnos de la bondad.
Por último, acabo esta breve reflexión, ya en Alcaudete, con
un sentimiento de gratitud hacia las personas con las que he convivido, y de
forma particular hacia mis compañeros de curso y el grupo de españoles, oriundos
de Barcelona, León y Madrid. Nuestro lugar de origen daba igual: todos éramos
españoles, hablábamos un mismo idioma y allí, a muchos kilómetros de nuestras
casas, nos sentimos una familia. De hecho Iris, Jesús, Carlos y Laura, como si
de unos amigos de toda la vida se trataran, me acompañaron hasta la estación de
tren para despedirme. Hemos quedado para vernos en España. ¿Cuándo? No lo sé.
Espero que pronto.
Muchos hombres y mujeres entran a formar parte de nuestra
vida, unas veces para quedarse y otras para pasar por ellas. El caso es que, al
final de nuestra peregrinación por este mundo, todas las personas con las que nos
hemos convivido y a las que, en definitiva, hemos querido de alguna manera, han
sido peregrinos como nosotros, con los que recorremos una parte de nuestro
camino. ¡Es hermoso sentirse peregrino y caminar junto a otros! Después
solo el tiempo te hace reconocer cuáles pueden ser considerados verdaderamente amigos,
han sido simplemente conocidos o merecen el calificativo de colegas. Pero por
todos, hayan recorrido mucho o poco trayecto junto a nosotros, hemos de dar
gracias a Dios y vivir con la esperanza de volvernos a encontrar. De ahí que prefiera la típica despedida en alemán al
castellano: “Auf Wiedersehen”, que
significa “hasta que nos veamos de nuevo”. Pues eso lo que espero que ocurra,
sobre todo, con las personas que haya querido o me hayan querido durante los
años de vida que Dios me dé; y me refiero especialmente a esos
buenos amigos, a aquellos que uno descubre con el paso del tiempo, con los que compartes
adversidades y para quienes las distancias temporales o geográficas no son sinónimo
de lejanía: volver a encontrarlos nuevamente, aunque sea en el cielo.