¡Vivan las vacaciones!



Hoy puedo publicar a los cuatro vientos una gran noticia: ¡Estoy de vacaciones! Desde hace unos días me encuentro descansando junto al mar, tras un curso henchido de trabajo y acontecimientos, y sobre todo después de muchos años sin disfrutar de unas verdaderas vacaciones. Y es que hace apenas un mes que he cerrado un capítulo importante de mi historia personal: el doctorado.  

El pasado 26 de junio, en la Universidad Pontificia Comillas de Madrid, defendí mi trabajo de investigación sobre el Concilio de Calcedonia. Fue el final de cinco años de esfuerzo y dedicación a estudiar el valor de la humanidad de Jesucristo en algunas cristologías contemporáneas, a partir de su interpretación del cuarto concilio ecuménico, que se celebró en el año 451; la meta de la aventura intelectual de mi vida y, por supuesto, el broche a un camino de crecimiento personal, espiritual y sacerdotal. Porque, ciertamente, una tesis doctoral ayuda a profundizar y aumentar los conocimientos sobre una determinada materia, y en la medida que se trabaja en un tema más se entienden aquellos versos de Antonio Machado:  

Nuestras horas son minutos
cuando esperamos saber,
y siglos cuando sabemos
lo que se puede aprender

Pero sobre todo ofrece la oportunidad para crecer también a otros niveles. El día a día de los años de sacrificio y estudio te van forjando y cincelando sin ser realmente consciente. Y solo al final, cuando se tiene una cierta perspectiva y se hace un balance de lo vivido durante este tiempo, uno se da cuenta de que no es el mismo, que ha cambiado. El paso de los años surcando la travesía del conocimiento te conforma una manera nueva de pensar, de sentir, de rezar y de afrontar la realidad. Se experimentan los límites de la voluntad y el conocimiento, se despiertan miedos adormecidos, se descubre hasta dónde se puede dar de sí y, sobre todo, se profundiza en el misterio de la cruz de Cristo. En este sentido, el doctorado se convierte en una buena escuela para conocerse y para afrontar la vida.

Todo este camino desemboca en la defensa pública de la tesis: un día tan temido como esperado. Recuerdo ese trance como un momento paradójico, impregnado por los nervios de ser juzgado por un tribunal delante de un auditorio y la alegría saber que allí se encontraban miembros de mi familia, mi obispo y hermanos sacerdotes y un nutrido grupo de buenos amigos. Las dos horas transcurrieron en un abrir y cerrar de ojos, si bien las viví con mucha tensión y una enorme intensidad. Al final, como en todas las defensas de tesis a las que he asistido, las intervenciones de los miembros del tribunal tanto alababan como critican el trabajo. Pero lo cierto es que, tras la deliberación, cuando te dan la calificación, experimentas que sí, que ya se ha terminado; que se ha cruzado la meta que parecía inalcanzable y se ha llegado al puerto que, durante mucho tiempo, se veía como imposible.

A partir de ese momento comienzas a ser consciente de que se cierra un capítulo importante de tu vida y te queda un profundo sentido de gratitud hacia todas las personas que te han ayudado, acompañado y rezado por ti para que pudieras arribar a este puerto. Porque detrás de una tesis hay muchas horas de soledad, muchos libros, muchas decepciones…, y también muchas personas: desde el director hasta el amigo que ha hecho suya tus preocupaciones y que ha estado rezando por ti. Por eso estos años de renuncia y sacrificio, en los que se vive de puertas para adentro, uno descubre también a los amigos de verdad, que, a pesar de no haberles dedicado tiempo, te tienen presente, confían en ti y no se cansan de apoyarte y animarte en todo momento.   

El final de la tesis es un nuevo comienzo. Se deja atrás la carga de un yugo que te condiciona durante unos años y te abre la puerta al futuro, para que lo afrontes con los anclajes y resortes adquiridos durante ese tiempo. Se inicia la etapa postdoctoral. Y en ella se siente uno llamado a seguir «echando las redes» allí donde la Iglesia Particular te pida.



En este momento me encuentro. Ahora toca terminar estos días junto al mar y empezar el Camino de Santiago francés desde Saint Jean pied de Port. Una asignatura pendiente que espero completar en unos años.

¡Vivan las vacaciones!
¡Felices vacaciones para todos!

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