EL “OLOR” DE CALCUTA

A las 2:20 horas del día 2 de septiembre me subía en un autobús en la estación de Andújar con dirección al aeropuerto de Barajas. Era el primer trayecto de un largo día de viaje que terminaría en Calcuta. Durante las 4 horas que duró el viaje a Madrid traté por todos los medios de dormir algo, pero fue imposible. Se mezcló un poco todo: la despedida de mi familia y mis feligreses, la inquietud de coger un avión tantas horas, unos compañeros de viaje que no conocía de nada, un destino lejano y con ciertos peligros… El caso es que apenas pude dar un par de cabezadas.

Con una puntualidad “Suiza”, llegamos a la Terminal 1. Y entonces, después de algunos años, volví a arrastrar la maleta verde de los largos viajes, a pisar la terminal de un aeropuerto y a buscar en los paneles informativos la dirección hacia dónde tenía que dirigirme. En esos momentos tuve esas sensaciones que solo se despiertan al emprender un viaje largo, y que nos recuerdan lo que somos: viajeros; viajeros que se mueven de un lugar hacia otro esperando un día poder llegar a nuestro destino definitivo.

¡Por fin llegué a la T4! Allí me reuní con el grupo de sacerdotes españoles y las dos Almudenas (madre e hija) con los que he viajado a Calcuta. Apenas estuve 20 minutos esperando solo en el aeropuerto, contemplando un trasiego enorme de gente que iba y venía. Cada uno con la cabeza puesta en su destino, en un lugar del mundo diferente y por un motivo distinto.

Poco a poco nos fuimos encontrando y dándonos a conocer. Después, hechas las presentaciones oportunas, buscamos los mostradores de Qatar Airlines para facturar nuestras maletas y nos pusimos a la cola. No tardamos mucho. Y en cuanto terminamos, corriendo a la puerta de embarque. Viajamos en un avión espectacular. Nunca había volado en un aparato de esas dimensiones (con capacidad para unos 400 viajeros) y con esas prestaciones (pantallas individualizadas con múltiples posibilidades), que, sin duda alguno, hicieron más llevaderas las seis horas de viaje hasta llegar a Doha (Qatar).

Este primer vuelo fue bastante bien. El tiempo transcurrió rápido. La atención del personal de vuelo, que, por cierto, iban muy elegantemente vestidos, fue magnífica. Y, además de las comidas, siempre estaban atentos a todo y dispuestos para atenderte con una sonrisa. Escuchar música, dormir, leer, ver una película, jugar a algún videojuego… A todo dio tiempo durante este trayecto hasta Qatar, donde debíamos hacer transbordo.

Llegamos al país árabe, a un aeropuerto modernísimo y precioso. Y corriendo tuvimos que trasladarnos al otro extremo de esas instalaciones espectaculares para poder embarcar en nuestro segundo avión del día. La misma compañía aérea, pero un avión un poco más pequeño. Y, como nos pasó en el anterior vuelo, también este transcurrió con total normalidad, llegando puntualmente al aeropuerto de Calcuta a las 2:05h (recuerdo que la diferencia horaria es de tres horas y media).

Las instalaciones no eran las de Doha, pero no tenían mala apariencia. Todo pintado de gris, algo sucio, una cierta dejadez… Sin duda que la primera impresión al pisar India no se ajustaba a la imagen preconcebida con la que viajaba desde España. No obstante, esta primera impresión se empezó a diluir en cuanto nos recogieron los empleados de la residencia donde nos encontramos alejados y emprendimos el camino hacia la que va a ser nuestra casa por una semana, y que se encuentra muy cerca de Motherhouse.

Conforme nos alejábamos del aeropuerto no me podía creer lo que estaba viendo. Los edificios apenas eran de dos o tres plantas, y todos estaban sucios, rotos, como abandonados. Los coches que veíamos eran una especie de escarabajos amarillos, viejos, que no había visto en mi vida. Y los autobuses también son desconocidos para mí, estaban aparcados en hilera, las ventanillas bajadas, destrozados, sucios… Después de vez en cuando, en la calle sin asfaltar por la que pasamos, se cruzaban una manada de perros sueltos que acentuaba ese punto de dejadez que envuelve a esta ciudad.

De todo lo que pude ver esa noche lo que más me llamó la atención fue, sin duda alguna, la cantidad enorme de gente tirada literalmente en la calle, durmiendo sobre el capo de un coche, sobre sus pobres carros, sobre el hueco que encontraban libre. Cada vez que nos adentrábamos más en la ciudad tenía la sensación de que son muchos los hombres y mujeres pobres que gritan con voz silenciosa una pequeña ayuda que les permita cambiar el rumbo de su vida, o por lo menos que sea tratado como una persona, capaz de sentir y de sufrir. Cada kilómetro que avanzábamos y contemplaba con mis propios ojos la realidad que algunas películas e imágenes tratan de recoger, yo siento que me encuentro en un lugar único, tocado por la miseria humana y donde Jesús están reclamando ese amor que pide a sus discípulos una y otra vez.

Y a la mañana siguiente, justo al salir por la puerta de la residencia en la que nos encontramos, el olor de Calcuta. No sería capaz de encontrar una comparación para definir este olor. Pero pronto pude percibir que se trata de un “olor” especial, el “olor” de una ciudad, de una humanidad que vive y clama.

La Madre Teresa tuvo que venir aquí. Porque aquí se encuentra al “Cristo hecho carne” que iba a cambiar su vida. Y aquí estamos nosotros, un grupo de sacerdotes, que durante unos días vamos a peregrinar por las distintas casas que fundó la Santa Albanesa, y cuya labor continúan las religiosas Misioneras de la Caridad en esta ciudad y en muchos otros lugares del mundo.

Rezar ante la tumba de Santa Teresa de Calcuta es ponernos ante el ejemplo de una mujer tocada por la gracia de Dios para servir a los más pobres de este mundo. Ella ha encarnado el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo en nuestros días y nos ha dejado un mensaje claro: ¡merece la pena servir a Cristo en el pobre! ¡Merece la pena amar!

Su habitación se conserva intacta. Está situada encima de las cocinas de la casa madre, donde el calor puedo asegurar que era insoportable. Y allí está una pequeña cama de no más de 70 cm. de ancha y con un pequeño colchón de no más de 10 cm de grosor. Después una pequeña mesa con su silla, un diminuto armario, un viejo mapa del mundo y una imagen de Cristo crucificado donde ella escribió “Tengo sed”, recordando una de las últimas palabras de Jesús antes de morir. No se puede vivir con más austeridad.

Toda la casa también está envuelta por esa austeridad y sencillez que no distrae de lo fundamental. La capilla donde se encuentra su sepultura y la capilla superior donde rezaba la santa, no tienen absolutamente nada. Además, me llama la atención que las dos capillas se encuentren hacia la calle, es decir, obligan a rezar con el insoportable ruido que caracteriza a esta ciudad, de coches y motos pitando continuamente y graznidos de unos pájaros negros grandes (yo diría que son cuervos), empeñados en molestar. Paradójicamente, hay que buscar el silencio en medio del ruido, ese silencio interior que permite la unión con Dios en nuestro mundo y en nuestro día a día.

Hay que oler Calcuta, ver esta casa, rezar en esta capilla y pasar por la tumba de la Madre Teresa. A partir de aquí empiezas a empaparte del carisma que vivió esta mujer, y que continúa en su congregación religiosa. Su carisma, su obra y su mensaje viven y son un mensaje de esperanza para todos los hombres, especialmente los más pobres de esta ciudad y del mundo entero.



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