Coronavirus VI: Lágrimas en la primavera de "tulipanes negros"

He necesitado un margen de tiempo antes de escribir una mirada sobre una de las experiencias más impactantes que he tenido que afrontar, y que, desgraciadamente, están sufriendo cada día centenares de personas de nuestro país: enterrar a un difunto, ya sea por el virus o no, durante el estado de alarma. Los que lo habéis vivido sabéis lo que se siente y, para los que no, os puedo asegurar que se palpa la tristeza y la aflicción.


No hay palabras que puedan describir el dolor desgarrador de quienes no han podido acompañar a un ser querido en los últimos instantes de su vida; la pena de no haber estado allí, junto a él, cogiéndole de la mano antes de emprender el camino sin retorno; y el sufrimiento de una despedida rápida, con mascarillas y sin abrazos. Es el dolor de la soledad que atraviesa al moribundo en tiempos de pandemia, que gangrena el corazón de quien quiere y no puede mitigar esa soledad, y que le arranca una parte de sí mismo a sangre fría.

La situación está siendo muy dura, durísima, para muchas personas. Este microorganismo hostil campa por nuestro mundo firmando sentencias de soledad y de muerte; dispensando laudos de desgarro y de llanto; e impartiendo condenas que no siempre, gracias a Dios, son letales, pero que sí acercan al precipicio de nuestra vulnerabilidad definitiva. El Coronavirus se ha convertido actualmente en esa Santa Compaña que está truncando la vida y la historia de muchas personas. Porque, ni lo obviemos ni nos acostumbremos, cada fallecido comprende un nombre, un rostro, una vida y una familia.

Según las cifras oficiales, hemos superado los veinte mil muertos a causa del Covid-19 (en realidad bastantes más), y a esa cifra de fallecidos habría que añadir todos aquellos a los que el maldito virus les está arrebatando la propia vida con la muerte de sus seres queridos. No podemos ni debemos obviar esta cara de la pandemia. Mientras cada tarde salimos a hacer palmas y montamos verdaderas fiestas de barrio, son muchas las personas que están intentado superar las cuatro fases del duelo, según Bowlby: aturdimiento o shock; anhelo y búsqueda; desorganización y desesperación; y reorganización (ver J. Bowlby, La pérdida afectiva, Paidos, Barcelona 1993).

Nadie de nuestra generación olvidará esta primavera. Desgraciadamente, este año no podremos disfrutar del color y del olor de nuestros campos, a los que nos tiene acostumbrado el equinoccio de las flores. En esta ocasión, en nuestras retinas no quedará impreso ningún hermoso paisaje de montaña o de sembrado verde salpicado por el rojo de las amapolas o el amarillo de los jaramagos. La imagen de la primavera del año 2020 será la de hospitales desbordados, la de cajas de fallecidos apiladas en morgues; la de coches fúnebres continuamente saliendo de algún hospital o residencia de ancianos. Esta primavera nos toca sufrir y contemplar atónitos la eclosión de miles de muertos, de miles de "tulipanes negros" (1).


Aún más, los que han perdido a alguien cercano tendrán impresa para siempre la imagen de un tarro de cenizas con los restos de su ser querido; o la imagen de no más de tres personas presenciando el entierro de ese familiar que forma parte de su historia. Evidentemente, eso si tienen suerte. Porque hay familiares que ni si quiera han podido tener esa imagen, pues el virus los ha confinado por el riesgo de contagio; o, lo que es peor todavía, porque una ley totalmente injusta limita a tres familiares los asistentes al entierro. Por supuesto, es comprensible que no se permitan las habituales aglomeraciones de cualquier sepelio. Eso es algo que todo el mundo entiende y acepta. Lo intolerable es que un hijo no pueda despedir a su padre para que pueda asistir sus dos hermanas y su madre (enlace a la noticia). Con lo fácil que hubiera sido haberlo limitado al parentesco del primer grado de consanguinidad.

Esta pandemia nos postra en la cama y nos roba la vida; nos arrebata la libertad y nos priva de cualquier muestra de cariño y afecto; cambia nuestros hábitos sociales y altera nuestra cotidianidad... El virus se está ensañando con lo que somos y lo que tenemos. Sin embargo, hay una cosa que nunca nos podrá quitar, y menos en los momentos en los que la muerte llama a nuestra puerta: las lágrimas. Las lágrimas nos acompañan durante toda nuestra vida y son el lenguaje (muchas veces el único) para expresar lo que verdaderamente sentimos. Y eso es algo que no nos puede arrebatar ni este virus ni ningún otro.

San Gregorio Nacianceno (329-389) consideraba que las lágrimas eran el bautismo al que siempre tenemos acceso. Es decir, ellas nos permiten renacer, purificarnos y abrirnos a una vida nueva. Son el idioma de la emoción y del dolor, la compañera de las grandes euforias y de las noches oscuras. Por eso, en estos momentos de sufrimiento, las lágrimas van a ser el mejor bálsamo para expresar lo que sentimos y también para mitigar la aflicción y el dolor de no poder despedir al ser querido. Las lágrimas permiten cicatrizar heridas y se imponen a la muerte. Es más, las lágrimas (incluso las no lloradas) "dan un sentido de eternidad a nuestro devenir. Nos conducen de la orfandad al éxtasis" (J. Tolentino, Tengo sed, Sal Terrae, Maliaño 2019, p. 90).

Que estos días, en los que tenemos tiempo para todo, no nos falte un tiempo de lágrimas por los que han muerto y sus familiares. Porque Dios conoce todas nuestras lágrimas y las acoge como una oración.





María del Carmen Illana le ha puesto voz y música a esta mirada. Pincha aquí para escucharlo.

Ha sido publicado en Diario Jaén.



(1) Esta imagen está tomada del nombre que se daba en Rusia a los aviones en los que se transportaba a los fallecidos en la guerra de Afganistán.

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