Las prisas: el mejor aliado del virus (Coronavirus IX)
La euforia desatada con el avance
de la mal llamada “desescalada” ha derivado en una insólita actitud de total despreocupación
por la amenaza del Coronavirus. Hemos pasado de estar confinados en nuestras
casas, atemorizados por miedo al contagio, a ver nuestras calles y avenidas
repletas de gente, incluso organizando fiestas de cumpleaños o barbacoas con
familiares y amigos en grupos mucho más numerosos de los permitidos por las
autoridades sanitarias. Es más, las últimas noticias nos dejan imágenes de macrofiestas
o macrobotellones en diversos rincones de nuestra geografía, mientras nos
encontramos viviendo diez días de luto nacional por las víctimas de esta pandemia.
Es verdad que el número de contagios
y de fallecimientos ha descendido. Y lo sabemos no por las cifras oficiales y aleatorias
que nos están ofreciendo las autoridades, sino por ese pulso de la realidad que
percibimos a través de la información que nos llega por distintos canales. El
peligro de contagio ha aminorado. Sin embargo, el virus está ahí; o mejor
dicho, está aquí, con nosotros, y sigue siendo una amenaza hasta que se
descubra el retroviral o la vacuna.
El extraño comportamiento que se percibe
últimamente a nuestro alrededor evidencia que nuestro peor enemigo no es la Covid-19, sino la falta de principios morales que ahora parece aflorar, después
de un tiempo en el que nos deshacíamos en aplausos a los sanitarios, de halagos
a las fuerzas del orden público y de reconocimiento a tantas personas generosas
y solidarias que han estado ayudando a los demás. En este sentido, si no somos
capaces de ponerle freno, la pandemia va a ser el menor de nuestros males.
Porque una mirada retrospectiva nos asegura que una sociedad acaba superando
cualquier amenaza sanitaria, aunque suponga mucho tiempo y el sacrificio de miles
de personas, pero que es imposible que sobreviva sin principios y valores morales;
sin la virtud, en todas sus expresiones.
La actitud desafiante de muchas
personas, incluso jactándose de incumplir las normas sanitarias, expresa una
imprudencia que puede acabar perjudicando al conjunto de la sociedad gravemente.
En este sentido, se pone de manifiesto que una de las virtudes cardinales más
amenazadas durante esta desescalada está siendo la prudencia. Las otras virtudes
(justicia, fortaleza y templanza) también parece que se diluyen en lo que el investigador
Gustave Le Bon denominó «época de masas» o el filósofo Byung-Chul Han llama actualmente
«el enjambre digital». Pero este análisis merece un capítulo aparte.
Platón definía la prudencia como la virtud propia del ser racional para conocer qué es lo más conveniente en cada situación. Y tanto Sócrates como Platón consideraban que la prudencia como tal era una consecuencia o manifestación de la sabiduría. De manera que ser prudente era una forma de ser sabio. Después será Aristóteles quien separe nítidamente prudencia (phrónesis) y sabiduría (sophía), teniendo claro, no obstante, que «la prudencia es un modo de ser racional, verdadero y práctico, respecto de lo que es bueno y malo para el hombre» (Ética a Nicómaco, VI, 1140b). Es decir, la persona prudente piensa siempre buscando el bien.
A la luz de estas ideas de los
clásicos sobre la prudencia, deberíamos repensar lo que estamos haciendo en
estas fases de desescalada. Porque ahora, de una manera particular, estamos
llamados a ser sabios que persiguen el bien propio y el de los demás, es decir,
ser prudentes. Lo contrario es seguir una deriva de estulticia que aviva la propagación
de la Covid-19 y permite que se siga sembrando sufrimiento y muerte a nuestro alrededor.
¿Por qué tantas prisas? Un proverbio
muy conocido nos recuerda que «las prisas no son buenas». Y no son buenas para
nada, pero menos aún en un contexto de pandemia, con un virus que se propaga rápidamente. En estos casos, las prisas se convierten en su mejor aliado. El hecho de nunca tener tiempo para nada y hacerlo todo deprisa
evidencia que estamos profundamente marcados por el lema «just do it», que al
castellano viene a significar algo parecido a «solo hazlo». Es el eslogan de una
conocida marca deportiva que lleva acompañándonos durante más de treinta años y
que es considerado por los especialistas en marketing y publicidad como el
mejor lema publicitario de la historia. Su mensaje es directo: no importa el
momento, ni la dificultad, ni el resultado; no importa nada, solo hazlo. En
definitiva, expresa sin rodeos la mentalidad que, consciente o inconscientemente,
determina nuestra pauta de comportamiento y que, por tanto, explica la actitud
irresponsable de aquellos que no respetan las medidas sanitarias.
Está claro que nuestra sociedad, contaminada por el virus y por las prisas, necesita ejercer la virtud de la prudencia y recuperar el placer inusual de esperar. El hecho de esperar no es un peso muerto, que haya que tirar por la borda. El cardenal Tolentino escribió en una ocasión: «Quizás necesitaríamos decirnos a nosotros mismos y a los demás que esperar no es necesariamente una pérdida de tiempo. Que puede ser justo lo contrario […] Quien no tenga paciencia para esperar que germine la simiente, jamás experimentará la alegría de florecer».
Hemos vivido unos meses muy duros
de confinamiento, con unas consecuencias sociales y económicas terribles, que
se prolongarán durante un tiempo. Si no queremos que tanto esfuerzo y
sacrificio sea baldío, no hay que apresurarse. Es un momento para la prudencia;
una ocasión para cultivar el arte de esperar. Sólo así experimentaremos la
alegría de haber vencido al virus y, sobre todo, de ver que nuestra sociedad frena
su marcha en ese camino de desintegración moral por el que parece precipitarse.