Mirar a Cristo y a los "otros cristos"
Con el Domingo de Ramos se inaugura la Semana Santa. Durante estos días hacemos memoria de la
pasión, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret. A ello nos ayudarán las bellas imágenes procesionales que saldrán a nuestras calles, descubriéndonos cómo el odio de unos verdugos se mezcla con
el sufrimiento, el perdón y el amor de una Víctima Inocente. Por eso, cada vez
que miramos alguna de las escenas de la pasión y muerte de Jesús, nos topamos con
la miseria del pecado humano y la grandeza de Dios, desde diferentes
perspectivas: ya sea orando en el huerto, cautivo, aguardando el juicio, el
rostro de la Verónica o la agonía de la cruz. En cualquier imagen de la pasión de
Cristo hallamos al “Siervo sufriente” que soporta la ignominia humana al mismo
tiempo que comunica la vida divina.
En este sentido, vivir la Semana Santa tiene que llevarnos a
contemplar con detenimiento a Cristo, a mirar sin prisas a ese Hombre que
sufrió injustamente; encontrarnos con Él y sentir en nuestra propia carne el
sufrimiento de su cuerpo flagelado, descarnado y crucificado. Él es el Hijo de
Dios que “pasó por uno de tantos”, al hacerse un hombre como nosotros; se
rebajó hasta someterse a una muerte, y una muerte de Cruz; y después Dios lo
levantó sobre todo (cf. Flp 2, 6-11). De ahí que el mismo Hijo de Dios hecho
uno de nosotros, muriendo en el Gólgota y resucitando de entre los muertos, nos
revela una
verdad incuestionable: la última palabra sobre el hombre no la tiene ni el pecado, ni el sufrimiento ni la muerte, aunque lo parezca en un primer momento. Dios en Jesús nos ofrece un horizonte nuevo, una vida nueva que va más allá de lo que parece.
verdad incuestionable: la última palabra sobre el hombre no la tiene ni el pecado, ni el sufrimiento ni la muerte, aunque lo parezca en un primer momento. Dios en Jesús nos ofrece un horizonte nuevo, una vida nueva que va más allá de lo que parece.
En efecto, a los ojos del mundo, la muerte en cruz de Jesús
parecía el triunfo del mal sobre el bien, pero, en realidad, era el bien el que
estaba derrotando al mal. Porque Jesús murió como vivió: confiando su vida al
Padre. Él cumplió su voluntad hasta el último instante y, por tanto, amó sin
límites hasta el final; como lo refleja el hecho de que un poco antes de
expirar orara por sus verdugos. Por eso Dios lo levantó de la muerte,
resucitándolo de entre los muertos. De modo que lo que a los ojos humanos parecía
una derrota, bien mirado y a los ojos de Dios, se convirtió en una gran
victoria. En el Crucificado, el mal acaba derrotado por el bien y la muerte
vencida por la resurrección.
Por otra parte, durante estos días Santos de Pasión, no sólo
debemos mirar a Cristo sino también a los que, como Él, son crucificados
actualmente: los “otros cristos”. Durante estos días nosotros hemos de reconocer
también a aquellos hombres que, como Jesús, están muriendo fruto de la
injusticia y el desprecio de sus semejantes. En este sentido, y dejándonos interpelar
por la actualidad, parece inevitable pensar en aquellas personas, sobre todo
cristianos, que están siendo víctimas del radicalismo islámico.
Por otra parte, si dejamos a los verdugos y miramos a las
víctimas, la visión es sobrecogedora: hallamos a hombres, mujeres, ancianos,
niños y jóvenes a los que se les priva de dignidad, derechos y hasta de la
propia vida simplemente por ser, pensar o creer de manera distinta. Las
imágenes de las caras de sufrimiento y de muerte de esos “otros cristos” se
vuelven dardos contra nuestros corazones. Y entonces nos preguntamos por la
maldad y su sentido. De modo que un torbellino de interrogantes nos abruman y sacuden
por dentro: ¿hasta dónde es capaz de llegar el ser humano?, ¿cómo es posible que
haya personas incapaces de sentir compasión?, ¿merece la pena tanto dolor y
tanto asesinato?, ¿tiene sentido esta barbarie?... Las dudas y cuestiones se
amontan, pero las respuestas no llegan. Porque no existe respuesta convincente que
pueda darse a tantas lágrimas, tanto llanto y tanta muerte como se están
produciendo.
Los cristianos que están muriendo como víctimas de este
nuevo genocidio pueden ser considerados, sin duda alguna, los nuevos mártires
de este comienzo de siglo XXI. Sus nombres están engrosando el número de los
que, a lo largo de la historia, han derramado su sangre como la de Cristo. Y su
sangre, como la de Cristo, grita la injusticia y el pecado del hombre, que no
conoce límites. Ellos están siendo unos testigos excepcionales del Evangelio,
que nos interpelan sobre nuestra vida cristiana y nos exigen una mayor
coherencia, dejando de lado cualquier miedo, complejo y mediocridad.
