De la pandemia a la eutanasia (Coronavirus XI)

Nadie recordará el 2020 por el décimo tercer Ronald Garros de Nadal, el Premio Nobel de Louse Glück, el Óscar de Bong Joon-ho o el resultado de las elecciones de EE.UU. Pasará a la historia por ser el año del coronavirus.

En España, sin embargo, siempre tenemos que llevar el paso cambiado y ser diferentes, incluso cuando estamos sufriendo la terrible pandemia que posiblemente marcará el siglo XXI. En los libros de historia de nuestro país aparecerá como el año de la Covid-19, por supuesto, pero también como el año en el que se acometió una reforma educativa (sin sentido y sin consenso) y algo más triste aún: se legalizó la eutanasia. Dos leyes vitales y de profundo calado, que son aprobadas, incomprensiblemente, sin contar con la opinión de los expertos.

Para la ley de la eutanasia se ha desoído al Comité de Bioética de España, que publicó un informe el 6 de octubre de este año, en el que se afirma: «la eutanasia y/o auxilio al suicidio no son signos de progreso sino un retroceso de la civilización, ya que en un contexto en que el valor de la vida humana con frecuencia se condiciona a criterios de utilidad social, interés económico, responsabilidades familiares y cargas o gasto público, la legalización de la muerte temprana agregaría un nuevo conjunto de problemas».

Son las paradojas y contradicciones de nuestro querido país. Por una parte, llevamos nueve meses luchando contra el virus para tratar de salvar la vida de los miembros más vulnerables de nuestra sociedad y, por otra, aprobamos una ley que pretende acabar con ellos. ¡Triste, muy triste! Se pasa de considerar la vida como un derecho fundamental e inviolable a dejar que dependa de criterios políticos, sociales y sanitarios que fomentan la cultura del descarte. Mal camino lleva uno de los países con la tasa de natalidad más baja del mundo (7,62‰ en 2019), con una primera ley en favor del aborto aprobada en el año 1985 y otra que favorece el suicidio asistido a partir de ahora.

Se acalla el derecho a la vida y se apuesta por el derecho a la muerte. Se desvanece la idea de pensar en la vida como un regalo que se encuentra en manos de Dios, para enarbolar que se trata de un bien arbitrario, del que se dispone según una supuesta utilidad o felicidad. Por eso, parece inevitable que, a partir de ahora y ante este panorama, se apueste por difundir una cultura pro-muerte, en la que se deje de invertir en cuidados paliativos y se costeen campañas a favor de una mal llamada «muerte digna».

Se veía venir; solo era cuestión de tiempo. Desde que se aprobó la ley de la eutanasia en Holanda en el año 2002, y le sucedieron Bélgica, Luxemburgo, Canadá y Colombia, era lógico pensar que su aprobación en España no tardaría en llegar. Obviamente, si esa es una ley «progresista» y nosotros tenemos que estar en la vanguardia del progresismo, nuestro país no puede ser el último en aprobar este tipo de leyes. Otra cosa es que estemos en la cola de educación o que seamos uno de los países que peor ha gestionado la crisis de la covid-19. Ahora lo verdaderamente importante es que se apruebe una ley tan nefasta como innecesaria.

Nunca es el momento para leyes de este tipo, pero menos aún en tiempos de pandemia. Es más, se puede decir que la sindéresis, en su grado más elemental, dicta que no es el momento de tomar medidas tan trascendentales para el futuro de nuestro país, dada la crítica situación que estamos sufriendo, donde lo que realmente preocupa es evitar el contagio, preocuparse de las víctimas del virus, llorar a los familiares difuntos y tratar de campear la crisis económica. En esto es donde está el ciudadano de a pie, y no en esas otras cuestiones ideológicas que se han empeñado en inocularnos como preámbulo de la ansiada vacuna.

No cabe duda de que, en el contexto de la peor crisis sanitaria de nuestra generación, la actual «casta» política está tomando algunas de las peores decisiones posibles. Porque la pandemia, tarde o temprano, pasará. La vacuna permitirá que volvamos a nuestra vida anterior y dejará de ser noticia la cantidad de muertos por coronavirus que se suceden diariamente. Sin embargo, la ley de eutanasia seguirá vigente y aumentará (esperemos que poco) el número de personas que mueren.

Estos muertos no abrirán los informativos televisivos ni cabeceras de periódicos. Las víctimas de la eutanasia morirán sin ningún tipo de eco social. Nunca sabremos la cantidad exacta, lo mismo que ahora no se saben con certeza los abortos provocados anualmente en España o los fallecidos ocasionado por la covid-19. Y aquí está otra de nuestras contradicciones: se aprueban leyes de muerte con el beneplácito de una parte de la sociedad y el silencio de otra, y, al mismo tiempo, se trata de ocultar el número exacto de muertos y, de manera particular, los daños psicológicos que pudiera causar este tipo de muertes en los familiares o sanitarios implicados.

Los testimonios de las personas que piden morir son desgarradores. Todos expresan el deseo de acabar con sus vidas amparándose en la necesidad de terminar con su sufrimiento. Y es precisamente en este punto donde está el talón de Aquiles de la cuestión. Si esas personas dispusieran de los cuidados paliativos pertinentes y no se sintieran una carga para sus familiares, ¿seguirían pensando en la muerte? Otro tema será si un estado o alguien puede decidir el final de la vida de una persona y las condiciones en las que esto se puede llegar a decidir.



Desde el año 2006 el Instituto Nacional de Estadísticas ha dejado de publicar las estadísticas de los suicidios en España, y estos aparecen como una información que ofrece el boletín de defunción judicial que se utiliza para la Estadística de defunciones según la causa de muerte. No obstante, España es el sexto país con más suicidios en Europa y, durante algún tiempo, viví esta realidad muy de cerca, en mis primeros años de ministerio parroquial. El suicidio, en cuanto que adelanta el momento y la causa de la muerte natural, suscita muchos interrogantes en las personas más cercanas y, en la mayoría de los casos, hasta un profundo sentido de culpabilidad. No he conocido ningún caso de eutanasia (ni me gustaría hacerlo en el futuro), pero estoy seguro de que ni los interrogantes ni el sentido de culpabilidad desaparecerán en las personas que les toque de lleno pasar por este trance.

Estamos en vísperas de la celebración de la Navidad, quizás las fiestas más entrañables y familiares de todo el año. En estos días se sienten de manera especial los que están y los que faltan. Por eso, cuando se nos pide que estas Navidades evitemos reuniones  familiares, lógicamente brota el sentimiento de contrariedad y un punto de nostalgia por no vivir unos hermosos días de encuentro y alegría. No puedo imaginarme (ni quiero) estar sentado en la mesa el día de Nochebuena sabiendo que un familiar o un amigo cercano no está sentado junto a mí como otros años porque ha ejercido su derecho a morir. Y es que una Navidad marcada por una eutanasia nunca podrá ser una verdadera Navidad.


(Publicado en el Diario Jaén, el día 27 de diciembre de 2020)

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